JOSÉ SARAMAGO VISLUMBRABA EL MUNDO COMO UN BARCO EN EL MAR, COMO PAN EN LA MESA. ERNESTO SÁBATO MIRABA AL MAR COMO UN ESPEJO SOBRE EL QUE REPOSA UN RÉQUIEM
José Saramago adoraba los platos de cuchara. Disfrutaba comer.
Eso me cuenta la persona que mimó sus comidas, que veló el fuego que alimentó al autor.
Habla suave, ofrece más café, se pega a la encimera y dice: comió bien hasta el final.
Yo saboreo el café portugués que el escritor invita desde otro sitio.
Antes de irse Saramago dejó instrucciones: la puerta de A Casa está abierta, aquel que venga, será invitado a tomar café en la cocina.
Creo recordar que se llama Paula. O Paulina. Es canaria, no sé si conejera. Cuando llegué a la cocina todavía me recuperaba de un súbito ataque de llanto.
No sé qué me pasó. Vi su cama. Vi su escritorio. Vi el reloj sin movimiento.
Y reventé a llorar.
Ahora, pasados los años, creo que fue una especie de reconciliación.
Saramago fue tan de picos. Tan incómodo. Tan de te quiero pero no entiendo por qué.
Me gustaba leerlo.
Me disgustaba escucharlo.
Peleábamos en un punto invisible y mudo.
Pisar su casa fue profanar para recuperar.
Escucho a Paula o Paulina mientras Camões serpentea entre mis piernas.
Miro un fotomontaje de gusto dudoso que preside la cocina. Una foto de Pilar y José. Un intento artístico obsequio de Emilio Aragón. Un objeto cursi que subraya que estamos en un hogar. Porque eso son las casas: una colección de adornos carentes de belleza y plenos de historia.
La mesa de la cocina es grande y simple. La veo y recuerdo la visita de Ernesto Sábato. ¿Qué comerían?
Sábato era raro con la comida. Le gustaba la seguridad de bife con papas fritas en Buenos Aires. En Madrid la tierra firme era el pincho de tortilla y la paella del Café El Espejo, el cocido del Lhardy´s, el salmón marinado del hotel Suecia. Se atrevió con mucho miedo a probar comida china con 90 años.
Sentado en la cocina frente a Saramago, Sábato se sentía más viejo.
El escritor argentino apunta en su diario:
Comimos en la cocina, en una intimidad honda y sin palabras.
Acaricio la mesa y pienso en las comidas compartidas.
Imagino a Saramago y a Sábato en silencio.
El amor del uno, era el miedo del otro.
Saramago vislumbraba el mundo como un barco en el mar, como pan en la mesa.
Sábato miraba al mar como un espejo sobre el que reposa un réquiem. Un horizonte que anuncia a la muerte.
La mesa era un escenario de despedida. El alimento un recordatorio de la erosión del cuerpo: no poder comer esto o aquello.
En el mantel leía su desasosiego: en la tela se desvanecían los recuerdos. Intentaba hablar pero olvidaba. La comida para Sábato es desmemoria.
¿No era Saramago el verdadero descreído y por eso comía con goce y naturalidad? ¿Acaso Sábato se enfrentaba a la comida con pesimismo porque sabía lo que perdería al no estar?
Saramago y la comida: lectura del pasado. Sonidos. Presencias. Mirada hacia afuera. Traducción del instante.
Sábato y la comida: lectura del futuro. Silencios. Ausencias. Mirada hacia adentro. Destejer el tiempo que queda.
Dos escritores que narraron la ceguera combaten con cubiertos desde las esquinas del mantel.
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