Puerta de bala
Quiero que mi sueño no escape
y como loca salto
para alcanzar las palabras
que ya flotan,
suben,
buscan el sol.
Me resigno y pienso en lo que queda.
Un niño con pistola.
Mira a todos.
Me escoge.
Dispara.
Siento la bala penetrar mi cuello.
Siento que las voces de los que me rodean se ahuecan.
Siento que me desenchufo.
Esto es morir, entonces.
Pero no muero.
Pasan las horas, dejo de sangrar y no muero.
Nadie se ocupa de mí.
Me creen un caso perdido.
Soy una herida incompatible con la vida.
Le digo a un médico que está entre mis amigos:
—Tengo hambre.
—No puede ser….estás muerta.
—¿tengo la bala en el pulmón?
—La tienes en el corazón. Te lo rompió.
Contesto que no.
Que casi.
Que no me afectó.
Que dejó un agujero limpio, claro, redondo.
Que la bala se detuvo en la nada.
Que la nada, duele.
Que tengo hambre.
—¿Hambre vaga o hambre de fuerza?
—De fuerza. Hambre de fuerza.
Luego en fragmentos y fracturas alguien me habla de acentos.
La maestra de niños encantada porque escucha mil ritmos.
Dice que antes solo se aceptaban acentos homologados.
La palabra homologados me asquea.
Veo en mi camisa blanca
una mancha de sangre lavada.
Tan lavada que es el revés de una rosa.
Yo camino con un hueco en la garganta
mientras me explican la relación proporcional
entre ángulos y recepción.
Mi hueco silba.
Es de plata.
Puerta de bala.
Me gusta.
Me siento imbatible.